Por nuestros compañeros…
Liliana Barbá, Ibonne Tucznio, Luján Paloma, Rubén Goñi, Sergio Moisiuk, Silvia Yamúss, Germán Augusto Fernández, José M. Lazarte, Eduardo Carrasco, Ana Boschetti, Érika Gramajo Romano, Pablo Morcos, Edgardo Andrade y Nadia Díaz.
Apenas pasadas las dos de la tarde comenzábamos el descenso, el día se presentaba caluroso, sofocante por momentos y el sol no daba tregua alguna. Junto a Rubén cerrábamos una escueta fila de catorce caminantes, algunos de ellos dotados aún de fortaleza física y mental admirables, otros, como ser mi caso, agotados y un tanto consumidos por la exigencia implícita en la actividad que aún no acabábamos de realizar. Rubén, que caminaba unos pasos adelante, lento y abstraído hacia algún pensamiento incierto, giró hacia mí y dijo. – José, quiero que seas vos quien escriba el relato esta vez-.
Fueron palabras muy simples, pero las dijo a sabiendas de que llevo menos de tres meses en la AAM, palabras conscientes respecto a cuánto me había costado superar el reto de novato, que yo mismo me había impuesto para este año: alcanzar la cota de los cuatro mil metros sobre el nivel del mar.
Espero entonces, sepa usted comprender que este relato no se basa en datos “técnicos” del montañismo, sino en pensamientos y reflexiones acerca de esta salida en particular y sobre estos, casi, noventa días desde mi ingreso a la asociación. Mil palabras he escrito, frases dispersas, horrores gramaticales, ideas aparentemente incongruentes, inconexas; aun así, no puedo evitar sentirme halagado al haber sido elegido para relatar lo más fielmente posible lo ocurrido.
Sin embargo, debo acotar que no estuve solo. Entre los integrantes de esta salida, Luján Paloma y Germán Augusto Fernández han superado también esta cota por vez primera. Un fuerte abrazo y un gran cariño para ellos.
Mil palabras, cuatro mil razones
Caras conocidas, risas, bromas y café de por medio en un ambiente distendido marcaban a las claras la situación previa al inicio de la excursión. De entre los trece participantes que acompañaron mi ascenso, no había tenido la oportunidad de compartir salida alguna con Érika, Edgardo y Nadia. Con solo cruzar algunas palabras en aquel bar, supe cuan gratificante sería compartir con ellos el resto del día que, hasta entonces, no había hecho otra cosa más que comenzar.
Hasta ese momento, solo había logrado cavilar acerca de la posibilidad de sufrir, nuevamente, Mal Agudo de Montaña. Se trataba de una salida en el día, en el cual se subiría para luego retornar por la misma senda, es por ello que había resuelto que, en caso de percibir algún síntoma de este mal, emprendería el regreso de inmediato. No estaba dispuesto a pasarla mal.
El temor, esta vez, no se hizo realidad. Pude concentrarme entonces en lo mucho que había oído acerca de La Quebrada del Barón, acerca del puesto de los Díaz, sobre la Cueva, sobre los restos de un avión cuyos ocupantes tuvieron la desventura de precipitarse a tierra en zonas por las que nosotros caminaríamos muchos años después. Me fue posible entonces, una vez más, asignar un marco visual a aquello que solo había podido imaginar, como quien asigna dimensiones y colores a personajes y entornos presentes en las páginas de un libro.
Durante la subida, lógicos errores de principiante se adueñaron de la primera mitad del mi trayecto. Siendo sincero, no me molesta la idea de no llegar a destino, tampoco me incomoda quedar un poco rezagado, lo que si me causa un leve sentimiento de fastidio es el hecho de que mis compañeros se vean obligados a esperarme debido a la lentitud de mi avance. Mantuve un ritmo superior al debido durante dos horas y media, hasta que el cansancio, y sobre todo la altura, comenzaron a pasar factura. El encargado de darme un golpe de realidad en ese sentido fue Pablo Morcos, quien señalándome con el dedo índice y con su espontanea amabilidad me dijo algo más o menos así, – Vos, si, vos, bajá el ritmo que después tenemos que andar dándote oxigeno-. Y cuánta razón tenía, él mismo fue testigo del momento en el que, a quince minutos de llegar a los cuatro mil cien metros, tuve que parar a descansar cinco minutos debido al agotamiento.
Los descansos en el Puesto de los Díaz y en la Cueva, no hicieron otra cosa más que poner en evidencia la amistad y el extraordinario espíritu de compañerismo que caracterizaba al grupo. El almuerzo, casi las dos de la tarde, en un lugar a partir del cual, según palabras de mis compañeros, faltaba una hora para llegar a la Vega y dos horas para llegar al tan nombrado Refugio del Bayo. Hice las cuentas, habría podido caminar quince minutos más, otra media hora cuanto mucho, pero, de ninguna manera habría podido llegar al Refugio.
Tenacidad, perseverancia, para llegar a destino. Inteligencia, para saber reconocer el momento exacto en el que es preciso detenerse y regresar. Esta salida me sirvió para reconocer que no poseo ninguna de estas cualidades, lo cual, creo, es un gran avance. Quizás, el anhelo de conquistar cumbres inalcanzables sea una prerrogativa del montañista recién iniciado, de quien no es consciente de sus propias limitaciones, de quien no se ha percatado del esfuerzo que conllevará el deseo de cumplir metas superiores.
Apenas pasadas las dos de la tarde comenzábamos el descenso, el día se presentaba caluroso, sofocante por momentos y el sol no daba tregua alguna. Junto a Rubén cerrábamos la fila de catorce caminantes…
Una vez abajo, merendamos para recomponer fuerzas, charlas, risas, nuevamente en evidencia el espíritu del grupo para luego emprender el regreso a casa.
Lo cierto es que superar este reto no es un hito superlativo, por así decirlo. Aun así, el significado y la importancia que se les asigna a las metas planteadas están cargados de un alto grado de subjetividad. Tan solo cuatro mil razones me han impulsado a escribir estos párrafos, en el futuro y habiendo colectado, espero, muchos más logros impulsores de nuevos relatos y reflexiones, leeré lo que escribí en esta ocasión y quizás, solo quizás, pueda comprender un poco mejor la trascendencia (o la falta de ella) de lo que ayer he logrado.
José M. Lazarte