Salida realizada por nuestros compañeros: María del Carmen Ahumada, Fátima Lucero, Silvia Yamuz, Liliana Barbá, Cecilia Ludueña, Karina Aparicio, Natalia Dahud, Fernando Nuño y Miguel Juri
Días previos planificamos la salida, verificamos el estado del clima para definir el día adecuado, averiguamos rutas disponibles en las aplicaciones, mapas y curvas de nivel más todo los necesario para llevar adelante la pequeña travesía.
Nos encontramos tal como estaba previsto en la estación de servicio de Las Talitas, teniendo en cuenta los protocolos dispuestos en este tiempo, desde allí fuimos juntos hasta el punto de partida, el camping del Río Grande en El Siambón. Desde el puente divisamos un panorama deslumbrante, el trayecto del río serpenteando hasta perderse entre las montañas, las lomadas jugando con los rayos del sol nos llamaban al convite de una jornada prometedora. Empezamos andar siguiendo el sendero a la vera del río, el rumor del agua nos envolvía con su arrullo constante, el canto de los pájaros, los brotes nuevos que anuncian un nuevo ciclo, el olor que se desprende de las hierbas silvestres, las ramas enmarañadas buscando alcanzar la luz, acompasados en un ritmo sostenido, sin pausa y sin prisa, seguimos andando hasta dar con el primer cruce del río. El agua alborotada, saltarina entre las piedras despertó en nosotros la algarabía, mirando atentamente donde apoyar los pies, sentir la humedad, el frío que penetra desde las plantas de los pies, una y otra vez repetimos el ritual, celebramos cada cruce del río entre risas contagiosas. Llegamos a la curva donde está una apacheta, cada uno puso su piedra en agradecimiento a la Pacha, kusilla kusilla. A partir de allí, empezamos a transitar por un sendero en ascenso, observamos desde abajo el árbol en lo alto de la loma, referencia de una parte del camino ascendente.
La cuesta del caballo fue la ocasión para perderse en la inmensidad del paisaje, ensanchar la mirada con el deseo de abarcarlo todo, el ansia de quien anhela grabar cada detalle del recorrido para recuperarlo cuando todo haya pasado y cada quien se encuentre en su vida ordinaria de la ciudad. En la cuesta advertimos señales de quema de pastizales, no sabemos si intencionales o accidental, sin embargo, ya estaban apareciendo los primeros brotes. Nos acompañamos unos a otros, llevamos un ritmo tranquilo hasta llegar al árbol de referencia donde hicimos una pausa bajo la sombra para recuperar energía, comer una fruta y seguir adelante. Desde allí distinguimos flamear la bandera al viento, continuamos la marcha animados por alcanzar nuestro objetivo, impulsados por seguir llenando la memoria del corazón con la belleza de alrededor, montañas, lomadas, ovejas desperdigadas por aquí y por allá, caballos, el cielo inmenso, despejado, sin un rabo de nube, la brisa que a ratos llegaba para aliviar el calor de la jornada. Una vez en la bandera dimos rienda suelta a la algarabía, risas, bailes y mil poses con el afán de registrar ese momento donde sentimos el alma llena de gozo. Bajamos por un sendero con la intención de continuar la marcha hasta la escuelita, pero evaluamos el horario y decidimos retomar el camino para almorzar en una arboleda que encontramos cerca de la lomada del mástil. Allí nos tendimos para compartir el almuerzo, charlar largo y tendido, dejar fluir los delirios y desvaríos, estirar un poco y tomar una breve siesta antes de regresar. Una vez que emprendimos la marcha de vuelta nos esperaba lo más deseado, meternos al río, zambullirnos, refrescarnos con el agua límpida que baja de la montaña. Cuánto disfrute en ese remanso arrullados por el eco del agua. Empapados de cuerpo y alma, chorreando el agua, frescos y dispuestos seguimos la senda que nos llevó al punto de partida, el retorno de quien vuelve con la mochila bien cargada hasta el próximo destino. Aprendizajes compartidos, miramos el mapa, realizamos orientación en terreno, curvas de nivel vivenciadas por nuestras piernas y la elevación de la mirada.
¿Cuánto puede un camino que se emprende en equipo? ¿cuánto puede la riqueza de quien mira dejándose empapar el alma? ¿Cuál es el poder que se esconde donde la brisa sopla sobre la hierba, los rayos del sol acarician todo lo que está aquí en la tierra, y las montañas se yerguen airosas desde siglos pasados? Como decía don Atahualpa Yupanqui, “para el que mira sin ver, la tierra, es tierra nomás”. Quizás el poder radica en que cada uno de nosotros descubre que la tierra es parte de nuestras entrañas, el cordón que nunca debería haberse cortado, el sostén de la frágil y efímera vida en el paso por esta bendita tierra.
Natalia Dahud